LA SOLEDAD DE LA HOJALATA (ENFERMEDAD SIN NOMBRE)

 

Imagínate, Pablo, que un día, al levantarte de la cama, descubrieras que eres de hojalata. Haz un esfuerzo, trata por unos instantes de visualizarte de esa guisa, de repente, una mañana cualquiera. Para empezar: ¿cómo se mantiene en equilibrio un tipo que no tiene médula, una criatura cubista, un sujeto de constitución tubular, un cúmulo de laminillas cluecas, algo sin eje ni centro de gravedad?
Figúrate que así te has despertado, que ese eres tú, no es una pesadilla: eres tú, sólo que de hojalata. Y al andar crujes, cada paso es un chirrido de placas reverberantes. ¿Qué harías? Lo primero, correrías al espejo. Observarías con tus ojos de anilla abre-fácil que no tienes piel, sino aleación de metales,  te palparías y percibirías con tu tacto de chapa cromada que en efecto eres una lata. Recapacitarías, te frotarías los ojos de anilla, completamente turulato tratarías de entender cómo puedes tú ser algo que no se puede ser, algo nunca visto, nada es como tú, excepto, ahora que lo piensas, un personaje que aparecía en el cuento de El Mago de Oz, recuerdas súbitamente el cuento, la película, el tornado y un espantapájaros. Gritarías sin duda.

 Gritas que eres de hojalata y te responden que si sigues haciendo el bobo llegarás tarde al colegio.

—Corre, ¡sal del baño ya, que llegas tarde al colegio!

—No puedo, mamá, soy de hojalata… ¡Mira!

—Vale, hojalata, pues date prisa, que el colacao se te enfría.

Nadie, absolutamente nadie te hace caso. Porque parece ser que nadie puede apreciar tu nueva apariencia, se conoce que sólo tú eres consciente de que eres de hojalata.

Pues eso, Pablo, eso que suena a película de terror, eso mismo, aunque te cueste creerlo, le sucedió una mañana a Belén.

Un día Belén se levantó de hojalata. Le urgía volver a ser de carne y hueso pues trabaja entre libros, jornada completa, y además tiene un niño pequeño que la necesita, así que se puso muy nerviosa, imagínate. Pero no pudo hacer nada y encima nadie la creyó. Ese día, y otros tantos días, y meses y años, Belén no tuvo más remedio que dedicarse a buscar algo, alguien… ¿Pero qué? ¿Quién? ¿Un mago de Oz que la curara? Eso es una sandez, no hay magos que valgan. ¿Qué hacer?

Le he pedido a Belén que me deje hablarte de su caso, sabe que a veces escribo sobre ella, y me deja, le parece bien.

Lo primero que le diagnosticaron fue depresión mayor. A ella le extrañó porque no era tristeza lo que sentía, sino cansancio y el terrible peso de las latas colgantes que ocupaban el lugar de sus antiguos brazos y piernas. Los especialistas le explicaron que al parecer la depresión no es tristeza, es otra cosa, un fenómeno raro, uno de los más raros del mundo: se manifiesta con raptos de alegría, o de tristeza, con dolor, sin dolor, con todo a la vez y nada a la vez, un todo y un nada indisoluble y constante que se retuerce hasta asfixiar cada parte del organismo. Recuerdo las primeras terapias. Hubo un momento en el que Belén empezó a verle la gracia a los médicos, a los psicólogos y a los manitúes. Hubo una terapia en concreto que a ambas nos pareció muy divertida, hasta la reseñé en una revista. Ya sé que el tema es angustioso, Pablo, pero nosotras no pudimos evitar verle la gracia a la forma en la que una psicóloga, Lucía se llamaba, se enfrentó al problema de Belén. Las dos nos reímos. Belén, que es la que de verdad sufre todo esto, se mondaba desde el abdomen, tanto se rió que durante unas horas sonaba su risa, en lugar de chasquidos y rumores de latón.

La psicóloga Lucía usaba el método Gestalt, una táctica que trata los procesos psicológicos como si fueran formas. Me consta que ha ayudado a algunas personas con forma de lata, pero a Belén no pudo ayudarla.

Te extrañará, Pablo, pero aquella curiosa terapeuta sacó en la segunda o tercera sesión unos clics de Playmóbil (los que antes se llamaban clics de Famóbil), esos monigotes con los que jugabas tú no hará ni dos años, y procedió a transformarlos en elementos metafóricos. Cada clic representaba algo: el padre, la madre, la vida, la muerte…
A todo esto Belén escuchaba un ruido enigmático cada vez que acudía a terapia; en un principio lo atribuyó al camino del Tao, cuyas aguas creyó entender que no manaban fluidamente, algún obstáculo habría ahí: gravilla y guijarros entorpeciendo el apacible cauce de las aguas del Tao debían de ser los responsables del constante murmullo. Después, tras reflexionar algo sobre esa primera idea y observar que no se trataba de un ruido molesto, sino más bien un murmullo discreto y casi adormecedor, concluyó que aquello era el Om: ¡el mismo sonido del Universo en la salita de terapia! Pero no. Lucía le informó enseguida de que se trataba del ruido de la calefacción. Se ve que tienen calefacción central y el portero te la enchufa aunque te estés asfixiando de calor.

Lucía no le funcionó. Pero le hizo reír. Belén, que posee el don de saber reírse de sí misma, como tú y como yo, me contó el misterio del sonido del Universo, me habló de los clics de Playmóbil y con todas esas cosas nos reímos mucho mientras nos tomábamos una coca-cola en Gran Vía.

Hoy voy a contarte más cosas que ha ido haciendo Belén a lo largo de estos años, te las resumo porque hay tantos y tantos ensayos y errores que si te los contara todos no ganaríamos para folios. Tuvo una época de universos orientales, también divertida pero igual de improductiva. Leyó con interés a Krishnamurti y trató de vivir el aquí  y ahora, que es el punto en el que al parecer habita la dicha absoluta. Lo intentó con vivo interés, pero no hubo forma de localizar tal dicha. Más tarde tomó todas las pastillas que el más prestigioso psiquiatra de Madrid le recetó. Y oye, eso funcionó: dejó de ser una criatura de hojalata. Sin embargo las píldoras tenían contraindicaciones y efectos secundarios, y ambas condiciones se confabularon para convertir a Belén en el espantapájaros, otro personaje que deambula por el mismo cuento horrible en el que está el hombre de hojalata.

Hubo un tiempo en el que Belén pensó en tirar la toalla. Le pareció que no quedaba nada por hacer, que desaparecer era la única manera posible de dejar de ser de hojalata y a la vez espantapájaros. Pero tiene una niña, y Belén es una gran mamá: se disfraza de hada con una enagua y una sábana y así vestida la acuesta cada noche. Su niña le dice: mamá, pon cara de pato. Así que ella no tiene más remedio que estar allí y poner cara de pato, si no su niña no se dormiría. Así que ha seguido viviendo así, híbrida entre hojalata y paja.

Un día me llamó muy temprano porque no sonaba a hojalata, me dijo que se sentía tan bien que le parecía estar escuchando su voz, cuerdas vocales vibrando dentro de una persona normal, de carne y hueso. Oía una y otra vez la misma canción. Una muy bonita de Queen que dice it’s a beautiful day, the sun is shining, nothing’s gonna stop me now, dont even try. Esa mañana recuerdo que la conversación realmente fue un monólogo, sólo hablaba ella, se la veía tan feliz que no quise interrumpirla. Luego se sucedieron otras mañanas.

Algunas veces Belén se despierta sin dolor ni cansancio y hasta puede ir a trabajar, aunque ya no le pagan, pero ella va igual porque sabe que es mejor salir, relacionarse, tener una vida. Cuando no lo hace es porque no puede. Alguna vez alguien le preguntó si no será que no quiere curarse, que es que le gusta ser de hojalata. Ella respondió que a quién podría gustarle ser de hojalata, y el tipo la miró de soslayo. A veces la miran así. Sobre todo ahora, que hace casi un año que pasa en su habitación dos o tres días por semana. ¿Sabes cuánto tiempo es un año? Un curso entero de primaria. Imagínate sexto de primaria en una cama, sin jugar, sin aprender y pesando como planchas de hojalata. Ella dice que antes no sufría la depresión que le diagnosticaron, pero que ahora sí la sufre, y cuanto más prozac toma, más depresión sufre. Yo pienso que nadie puede vivir años y años sin un proyecto estable, algo que no se rompa día sí día no, un trabajo cotidiano, con su inicio y su final de jornada, relaciones diarias, problemas, sorpresas. Ella puede, por su niña. Ese día que te cuento que se encontraba tan bien y escuchaba la canción de Queen me pidió que escribiera algo sobre Freddy Mercury, que quería agradecer la felicidad de algunas mañanas, que me daba veinte euros si le escribía un poema o bien un cuento para Freddy, porque algunas mañanas su música conseguía hacerla bailar encima de la cama, y saltar de esa cama, correr por el pasillo, y echar a volar. A veces puede pasar una hora volando antes de volver a acostarse otra vez. No se los acepté, por supuesto, le escribí un cuento cortito que no sé si te va a gustar. Es un cuento cubista, porque ella me lo pidió así.

—Intenta que sea un cuento cubista, o serigráfico, estilo Andy Warhol, el de las fotos de latas de sopa Campbell.

Y se lo hice. Es un cuento abstracto, puedes leerlo ahora o de mayor, porque lo que se escribe o lo que se pinta sin un punto de vista fijo, si no se entiende de niño, tampoco se suele entender cuando uno se hace mayor. El cuento trata de fantasmas que van en tándem, pero no es un cuento de miedo sino todo lo contrario, yo lo escribí para que Belén soñara cosas distintas a las que sueña normalmente. Bien pensado: mejor lo lees cuando tengas unos años más.

Otro día Belén fue al reumatólogo. También era un especialista muy prestigioso:

—¿Desde cuándo le duele, señora?

Belén se enfadó porque el médico la llamó señora, imagínate.

—¡Desde que estaba en el vientre de mi madre! —contestó huraña.

Ese fue el primer médico que señaló la palabra fibromialgia, también usó otros nombres: fatiga crónica, espondilitis. Con cada nombre nuevo aquel médico conjuraba la sanación de Belén. Agradecida, dejó que la llamara señora. Y celebramos su posibilidad de curación con una coca-cola en Gran Vía, que así es como celebramos siempre todo.

Se hizo análisis y más análisis pero el resultado no terminó de convencer al médico. Le mostró los informes, dijo: nada por aquí, nada por allá. Y añadió que seguramente tenía depresión mayor.

Entonces un médico internista que hay en Goya esquina con Alcalá la citó para hacer una colonoscopia, una gastroscopia, y más y más endoscopias. Hasta una en la rodilla, con anestesia general. Pero los nuevos análisis, que incluían fotografías, aunque es verdad que mostraban sangre y heridas, tampoco arrojaban diagnóstico de hojalata, sólo pequeños diagnósticos micrométricos de cromo y óxido: hernia de hiato, cardias hipotónico, colon irritable, pequeñas heridas internas. En la rodilla tenía una lesión cuyo nombre la hizo reír: condromalacia rotuliana. Ya se la habían diagnosticado con dieciocho años, cuando sólo era una pequeña molestia, pero ahora, al ser ella casi enteramente de hojalata, le pareció que era un nombre muy adecuado para alguien así, tan de latón: condromalacia rotuliana, aliteración en L. Le dieron más medicinas. Y la mandaron de nuevo al psiquiatra.

Dice que le gustaría ser mendiga, una mendiga sin dolor. Dice que le gustaría ser mejor madre pero es difícil porque como la hojalata hace ruido, asusta a la niña. Entonces la gente le dice: ¡cúrate de una vez! ¡Piensa en tu hija! ¡No hagas ruido con tu hojalata! ¡Haz el favor de cumplir con tu misión de espantapájaros y espanta de una vez a los pájaros de tu cabeza!

También dice que la acupuntura algo hace. Se ha limpiado los chakras y toma flores de Bach. Ahora tiene miedos, le han dado alprazolam.

—¿A qué tienes miedo, Belén, si ya no te puede pasar nada más?

—A mí no pero a la nena, sí. A Freddy Mercury le sucedió una vez que le gritó a su madre: “Mama, please let me back inside” y luego se murió. Eso lo sé porque me lo contó ella justo antes de revelarme que sus miedos surgían ante la idea de que algún día la niña se despertara por la noche, le pidiera regresar a su vientre y ella no pudiera ofrecérselo. Dice que tiene heridas. Aquel vientre fértil y protector donde la niña se gestó ya es sólo una anécdota.

Una cosa, antes de que me olvide: ahora que sabes esto, por favor, cuando veamos a Belén nunca le muestres pena, Pablo. No le gusta. Dile que sabes que es de hojalata, que entiendes que ser de hojalata debe doler. Díselo así: te entiendo, Belén, eso debe doler. Y debe pesar… dile eso, que también entiendes cuánto pesa la hojalata, que comprendes que es mucho más difícil levantarse de la cama cuando en lugar de piel tienes hojalata. Dile sólo eso, y ya verás cómo de ese modo consigues aliviarla.

 

Acerca de Isabel Camblor

Escritora
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